‘Ley Sinde’, todos somos ignorantes

La tormenta de la ‘ley Sinde’ ha vuelto a arreciar con su fuerza habitual. Ya nos hemos acostumbrado a ella, después de tantas y tantas polémicas desde que se anunció a finales de 2009. Lo peor es lo que nos queda: votación en el Senado, regreso al Congreso, redacción del reglamento, primeros procesos de cierres de webs…

Si habías pensado que esto había sido todo, no sabes lo que te espera.

Lo primero: tengo muchas más dudas que certezas sobre todo esto.

La ‘ley Sinde’ cerrará páginas, pero no creo que reduzca las descargas sustancialmente. Su principal objetivo es dar una respuesta a la presión de la industria de contenidos culturales española y, sobre todo, a la estadounidense. Por si fuera poco, lo más peligroso de esta ley no es para lo que está diseñada, sino para lo que podría servir. 

La ‘ley Sinde’ da una pereza enorme. Sin embargo, el fondo del debate es apasionante. La revolución es tal que la pregunta que subyace en el fondo, continuamente, es qué sociedad queremos ser y crear.

Una de las cosas que han quedado bastante claras en todo el embrollo de la ‘ley Sinde’ es que el debate social es muy difícil de llevar a cabo. Existe un problema o conflicto, hay muchas opiniones sobre ese problema o conflicto, la mayoría de ellas
publicadas en periódicos generalistas, al alcance de cualquiera (por no hablar de blogs, webs, etc.), pero al final el político solo escucha la voz de la industria y, de fondo, la presión de EEUU, y les hace una ley a su medida.

Los políticos, por enésima vez, no han querido escuchar. Sinde hizo un intento de verse con los expertos de internet, pero no se puede arreglar esto en una reunión de una hora con un proyecto de ley encima de la mesa. Eso no es diálogo. Más bien es venta.

Internet ha provocado que en el debate público aparezcan voces nuevas, de una naturaleza distinta a las que hasta ahora tenían peso o directamente decidían. Es la voz de los expertos, que no representan a ninguna organización, asociación o institución más allá de sus propias personas o sus negocios, pero que tienen un peso real en la opinión pública (o al menos eso parece).

Los expertos en internet tampoco han sabido dialogar. Su voz suena muy alta (a veces estruendosa) y ha tenido efectos decisivos hasta ahora (pese a la ‘ley Sinde’), pero muestran cierto enrocamiento y muy poca cintura a la hora de establecer una comunicación verdadera. No se trata de incendiar internet cada vez que los políticos meten la pata. Se trata de aportar ideas, dibujar escenarios y, sobre todo, encontrar terrenos comunes, puntos de encuentro. Puede que sea por mi propio desconocimiento, pero propuestas tan lúcidas como esta, tan necesarias, se han visto pocas.

Desde mi punto de vista, las ideas que proceden del mundo de internet, de la cultura libre y de sus abogados defensores son las buenas, no solo para la cultura, sino para la sociedad en general (las posibilidades de internet se suponen infinitamente mayores que lo que hemos visto hasta ahora). Pero hay que tener en cuenta a quién se tiene delante, aunque piense distinto, y ponerse en su lugar. Hay ciertas demostraciones de suficiencia  que sería deseable pulir si se quiere ayudar. Declaraciones como “si estrenan las películas en internet lo arreglan en dos días” son de un simplismo que asusta, por no hablar de cómo subestiman algunos a los “músicos-juglares”. Internet puede ayudarnos a cambiar el mundo, pero la música, la literatura o el cine también. La argumentación ha de venir desde las ideas, pero sin olvidar algo tan importante como el corazón.

Porque la posibilidad de cambio, aunque haya quién no lo crea, es real. Creo que el que piensa que el mundo no se puede cambiar es como si estuviera un poco muerto. Me gusta escuchar al director de cine Jaime Rosales, por ejemplo, que pide más educación y menos legislación. Una sociedad de individuos que saben lo que está en juego en cada una de sus acciones. Eso es lo que, poco a poco, habría que construir. No sé si realmente alguien está empujando en esa dirección.
El diálogo tiene que ser, ante todo, humilde. De poco le va a valer su (muy acertado y esperanzador) discurso a Amador Fernández-Savater si luego responde con desdén a Álex de la Iglesia o quiere apartar a la industria del diálogo. El diálogo tiene que ser de todos. Y además, ¿por qué no se puede pensar en otra industria?

Y no es solo una cuestión de formas.

Se necesita más gente como Álex de la Iglesia, dispuestos a mirar un poco más allá de sus intereses inmediatos y ponerse a escuchar. Porque al final se trata de eso: de escuchar y comprender al que tengo delante. Ponerme en su lugar. Álex lo hizo y logró llegar a un territorio común que parecía imposible de crear, aunque luego algunos, apelando a principios totalmente razonables, no quisieran internarse en el bosque.

Una cosa más sobre Álex de la Iglesia. Habrá quien crea que ha fracasado. Para mí, es el que ha triunfado. Porque, ¿qué mide un triunfo o un fracaso? Nadie ha avanzado tanto como él en este asunto. Habrá quién crea que en todo este conflicto le movían intereses ocultos. Yo creo que solo quiso informarse y ayudar a resolver un problema enquistado. Y lo hizo reconociendo, en primer lugar, su ignorancia.

Quizás todos deberíamos empezar por ahí. Y luego, debatir.

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