Este fin de año ha sido sin duda movido para la mal llamada “ley Sinde” (o “ley Biden-Sinde“, como más propiamente comienzan a denominarla algunos).
Ahora, las
perspectivas para el comienzo del siguiente año en lo referente a este
tema son de todo menos halagüeñas: todo indica que el gobierno, tras
sacar a sus pesos pesados en defensa unánime de la ley, está negociando a
toda máquina un acuerdo con diversas fuerzas parlamentarias para lograr
reintroducir en el Senado la “ley Sinde” dentro del texto de la ley de
Economía Sostenible, en una abierta burla a los deseos de una ciudadanía
que de manera aplastante se manifestó en contra de dicha inclusión.
Llama especialmente la atención la postura del Partido Popular, en
donde todo apunta que el planteamiento es ahora rebajar el tono de sus
enmiendas a cambio de obtener la retirada del canon como forma de salvar
sus planteamientos, como si la política se hubiese convertido en una
triste cuestión de honor o se viese reducida a un tema de imagen. Es
decepcionante: yo salvo mi honor porque apruebo la ley en la que me
empeñé, tú te presentas como el que logró la eliminación del canon.
Triste, porque entre honores de unos e imagen de otros nos estamos
jugando cuestiones mucho más importantes que el honor o la imagen: nos
jugamos cosas como nuestros derechos fundamentales o el futuro económico
de nuestro país.
La cosa llama muchísimo más la atención tras ver el resultado de la
reunión organizada por Alex de la Iglesia, presidente de la Academia de
las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, con un grupo de
ciudadanos: un comienzo verdaderamente ilusionante de diálogo. En tres
horas de reunión se avanzó muchísimo más que en un año de intentos de
imposición de leyes liberticidas.
No, la “ley Sinde” no es, no debería ser en ningún caso una cuestión
de honor ni del “salvar la cara” de nadie. La “ley Sinde” debería servir
para que el gobierno, para que los políticos en general, se planteasen
que seguir por la vía que emprendieron hace ahora algo más de un año es
una manera de gastar esfuerzos inútilmente, de aprobar leyes que no van a
servir para nada, de enfrentarse directamente con la ciudadanía, de
faltar a su deber de representación de los ciudadanos, y de perder
votos. Nada bueno puede salir de la “ley Sinde” que no sea la dimisión
de su proponente, de quien le da nombre y de quien, en realidad, jamás
debió llegar al cargo que ocupa. A partir de ahí, iniciar conversaciones
de cara a remodelar el concepto y la ley de propiedad intelectual, y
trabajar de manera constructiva con los ciudadanos, no en contra de su
voluntad, intereses y necesidades.
La reunión en la Academia debería ser un buen comienzo, no un
esfuerzo aislado y abortado por los políticos de turno en busca de la
preservación de “su honor”. Paremos este absurdo proceso, presionemos el
botón de “Reset”, e iniciemos de nuevo la discusión con las premisas
adecuadas y escuchando a todas las partes. Ese, y no otro, debería ser
el papel de un gobierno que pretendiese servir a sus ciudadanos. Hay
mucho que ganar en un planteamiento maduro y reposado de esta discusión.
No debería ser mucho pedir a un gobierno que dejase de comportarse como
un niño obstinado y malcriado, y empezase de verdad a interpretar su
labor como debería ser en una democracia que se precie. Menos “honor”,
menos “salvar la cara”, y más avanzar de verdad en la resolución del
problema, por favor.
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